Lee en exclusiva un capítulo del nuevo libro ‘La vida secreta de las plantas’

Si tuviese la oportunidad de preguntar a los lectores qué entienden por miedo, seguro que muchos me dirían que se trata de una reacción adaptativa que se desencadena ante un peligro inminente. Los estímulos del miedo varían entre sujetos y son tan extensos que resulta una tarea hercúlea enumerarlos todos. Tanto se ha escrito sobre el miedo que hay quienes diferencian distintos tipos: cultural, vicario, condicionado… ¿Acaso no ha desistido de hacer algo solo por la expresión de pavor de un amigo o familiar después de contarle sus planes? También pondré el ejemplo de Albert, sometido durante su infancia a un experimento llevado a cabo por un tal Watson al que casi todos consideran padre del conductismo. Watson pretendía inculcar en el niño el miedo a las ratas, pero lo único que consiguió fue que desarrollara fobia a los perros, los conejos ¡y hasta a Santa Claus! Menudas Navidades debió pasar el chiquillo. Dicho lo cual, ya es hora de que pidamos disculpas a Albert en nombre de la ciencia.

Como hemos dicho, el miedo es adaptativo. Huimos, por norma general, de aquello que nos provoca pánico. Empero, hay una parte de nuestro cerebro que siente deleite y disfrute escuchando historias de fantasmas, de criaturas emergidas del abismo, de seres víctimas de algún demoníaco maleficio… ¡Vaya si nos gustan estas historias! De lo contrario, cómo pudo un programa como Milenio 3 estar tantos años en antena bajo el cobijo de la todopoderosa Sociedad Española de Radiodifusión y cosechando, dicho sea de paso, buenos registros de audiencia según el EGM. Y lo que es más sorprendente, dando posteriormente el salto televisivo en horario de prime time. Vampiros, licántropos, chupacabras, conspiraciones, OVNIs… todo ello vende. Por más nos ponga la piel de gallina, ahí seguimos, pegados a la televisión cada noche.

Si usted piensa que es lo suficientemente racional y escéptico como para no caer en tonterías, le aconsejo que antes de seguir leyendo se acerque al dormitorio de sus hijos y se cerciore de que está todo en orden. No es que tema por el hombre del saco, es simplemente que muchas de estas historias de terror vienen disfrazadas de dibujos animados graciosos y traviesos. ¿Conoce Yo-Kai Watch? Pues este juego nipón adaptado a la televisión —y que cuenta con su propia publicación manga periódica— relata la historia de Keita Amano, un niño de once años que, en el momento en que iba a cazar un insecto para mostrárselo a su amiga, es asaltado por el yo-kai Whisper. Este le dice que con ayuda del reloj que le acaba de entregar podrá ver aquello que el resto de humanos no pueden: ¡fantasmas del folklore japonés! Exacto, los yo-kai son espectros —demoníacos o no— que, según la cultura del país del Sol Naciente, pueden tener partes animales, vegetales o ambas. Y es aquí donde yo quería traerle. Como ve, la serie recoge elementos del folklore que deberían causar miedo o, cuando menos, respeto, como los tanukis, uno de los más comunes de entre el amplio listado de espectros que maneja el programa.

Como imagino que se estará preguntando qué demonios es un tanuki —nunca mejor dicho—, le diré que se trata de un espectro travieso y jovial con aspecto de mapache. Suele representarse en publicidad agarrado a una botella de sake y a un fajo de facturas impagadas, pero en realidad, antiguamente se consideraba a los tanukis los encargados de gobernar todo lo presente en la naturaleza. De esta manera, si advertían que alguien dañaba el medio ambiente, tenían la potestad de cercenar la vida del agresor y convertir su espíritu en su siervo. Curiosamente, los japoneses también conocen como tanuki a una especie de cánido cuyo nombre científico es Nyctereutes procyonoides, originario de Corea, Japón y la región oriental de China. Quizá usted lo conozca como «mapache japonés».

Si usted es fan de las películas producidas por Studio Ghibli y ha visto PomPoko, invoco a su memoria lo que cantan los escolares al mismo ritmo que el himno bautista Shall we gather at the river, pues refleja a la perfección cuán arraigado está el mito en la cultura japonesa. La canción dice «Tan-Tan-Tanuki no kintama wa,/ Kaze mo nai no ni,/ Bura bura», algo que podemos traducir como «Testículos de tan-tan-tanuki,/ ni siquiera hay viento/ pero se mecen, se mecen».

A diferencia del tanuki mitológico, el real está incluido en el Catálogo Español de Especies Invasoras —Real Decreto 630/2013, del 2 de agosto— y representa un peligro para la fauna autóctona. Asimismo, es destacable señalar que se alimenta de pequeños mamíferos, aves, peces, reptiles, moluscos, setas, raíces vegetales e incluso carroña. Se ve que el alcohol le ha debido abrir el apetito al animalito.

Otro yo-kai, aunque menos conocido y con forma de árbol, es el jubokko, personajes recurrentes en muchas obras del historietista Shi- geru Mizuki (1922-2015), uno de los dibujantes que más ha tratado el mundo yo-kai. De acuerdo con la cultura nipona, los jubokko son árboles que aparecen en antiguos campos de batalla y que tienen la particularidad de dejar una gran cantidad de muertos, ya que no pueden sobrevivir sin absorber sangre humana. Se dice que quien pasease por esos bosques sería apresado entre sus ramas, que le dre- narían el fluido vital. Un demonio raro de narices.

Estudiosos del folklore japonés como Kunio Yanagita, Iwao Hino —que disfrutaba de formación botánica— o Tada Natsumi concluyeron que no existía registro de que ningún yo-kai clásico o fenómeno natural hubiese servido de inspiración para dar lugar a este jubokko. Por tanto, centraron el origen de esta particular criatura en la fecunda imaginación del dibujante Shigeru Mizuki y afirmaron que el origen del jubokko y otra treintena de yo-kai ahora populares coinciden temporalmente con el lanzamiento de la serie manga GeGeGe no Kitaro (1959). No obstante, yo —que no soy nadie— le he buscado una explicación racional, sin querer desmentir las tesis de Yanagita, Hino o Natsumi. En breve comprenderán.

Por si no le suena la historia de Japón, durante siglos varios clanes lucharon por el control político de las tierras del archipiélago. Especialmente violento y convulso fue el Período Heian (794-1185), cuando múltiples clanes pretendían tomar el control sobre la línea de sucesión al Trono del Crisantemo. Los Taira y los Minamoto, con sus respectivos aliados, lucharon durante más de cuatro siglos hasta que los Minamoto establecieron el Período Kamakura. Desde ese momento y hasta la llegada del Período Edo (1603-1867), los señores feudales estuvieron envueltos en diferentes conflictos, imponiendo su gobierno mediante la violencia y el derramamiento de sangre. Así, las Guerras Genpei (1180-1185), que ponen fin al Período Heian, coinciden con el germen del guerrero nipón que hoy conocemos con el nombre de samurái. No obstante, su figura se ajusta mejor a la de una élite militar con dotes de gobierno.

Sea como fuere, con el nacimiento de los samuráis también surgió un estricto código de honor y un simbolismo que aún forma parte de la cultura del país del Sol Naciente. Uno de estos símiles compara la esperanza de vida de los mercenarios con la flor del cerezo, conocida como sakura. Existe incluso una leyenda que afirma que los cerezos deben la coloración de sus flores a que los bosques fueron regados con la sangre de estos valientes combatientes, bien al caer durante la contienda, bien al quitarse la vida por medio del ritual de suicidio conocido como seppukku o harakiri —muerte por desentrañamiento—. Este ritual tiene hasta un poema de despedida, atribuido a Gensanmi —samurái jefe del clan Minamoto al comienzo de las Guerras Genpei—. Al ver que la batalla del río Uji-Gawa estaba perdida, decidió poner fin a su vida antes que caer prisionero del clan Taira y se dice que, entonces, pronunció las siguientes palabras:

«Como un árbol fosilizado

del que no se esperan flores

triste ha sido mi vida

destinada a no producir ningún fruto».

Si lee los mangas de Mizuki, observará que los jubokko que llevan algún tiempo sin «chupar» sangre humana parecen muertos, pero al encontrar una víctima de la que succionar fluidos, reverdece y retoma su aspecto lozano. Cuando sus tejidos ya no pueden procesar más sangre, esta rezuma por la corteza, otorgándole un aspecto dantesco… Aunque los botánicos conocemos varios taxones que sangran cuando se les practican cortes. Sí, es más, se los conoce como «sangres de drago».

La sangre de drago es una resina que se obtiene de cinco géneros diferentes: Croton, Daemonorops, Pterocarpus, Dracaena y Calamus. En total, son casi una veintena de taxones estrechamente emparentados los que muestran esta característica. Se utiliza como barniz, incienso e incluso como improvisado remedio frente a dolencias que van desde la cicatrización de heridas hasta la mejora en el desempeño sexual —¡cómo no!—. Menos místico resulta el uso de la resina de Dracaena drago —drago canario— o D. cinnabari por los lutieres italianos de los siglos xvii-xviii, con la que barnizaban sus violines. Hoy día, algunos aceites corporales siguen incluyendo sangre de drago. Esto se debe a que presentan proantocianidinas oligoméricas que, al parecer y según estudios preliminares, hacen remitir la hinchazón de los eczemas y otros desórdenes cutáneos. Pero para hablar de las infinitas propiedades que se le han atribuido a la sangre de drago está Nicolás Monardes, quien en su tercera parte de Historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales recoge lo siguiente:

«Y de aquí adelante estaremos certificados qué sea sangre de drago y por qué se dice sangre de drago, pues su fructo da el nombre al árbol y a la goma y lágrima que de él sale, la cual traen excelentísima de Cartagena, que se hace por inscición dando unas cuchilladas en el mismo árbol, que, con ser árbol de muncha grandeza, tiene la corteza muy delgada, que con cualquier cosa se abre. Ansí mismo se hace no tan buena al modo como se hace la trementina en Castilla, que se vende en panes. La una se llama sangre de drago de gota, y la otra sangre de drago en pan. La una y la otra tienen virtud de retener cualquier fluxo de vientre, puesta en el vientre o echada en clisteres [enemas] y tomada por la boca. Hecha polvos y echados en la mollera, prohíbe los corrimientos de la cabeça a las partes inferiores. Aplicada en cualquier fluxo de sangre, lo retiene y estanca. Consuelda y conglutina las llagas frescas y recientes. Prohíbe que se caigan los dientes y hace crecer carne en las encías corroídas.Es color maravilloso para los pintores.Y sin estas tiene otras munchas virtudes. Yo pienso sembrar la simiente para ver si nascerá en estas partes».

Huelga decir que el látex es una sustancia compleja compuesta por gomas, aceites, azúcares, sales minerales, proteínas, alcaloides, terpenos, almidón y otras muchas sustancias más. Como curiosidad, cabe destacar que el color rojizo de la sangre de drago se debe al alto contenido de proteína albúmina que alberga la mezcla.

Aunque no hay pruebas de que el mito del jubokko tome como punto de partida esta curiosa situación, quizá sí sirvió de inspiración. Aunque fuese ligeramente. puede que los lápices y tintas de Mizuki pudieran recrear semejante mundo de fantasía porque la sangre de drago se extraía de taxones oriundos de Asia como Calamus rotang, Daemonorops draco o algunas especies de Pterocarpus. De hecho, estudiosos de su obra han apuntado que probablemente mezclara el significado etimológico de Daemonorops con las leyendas de los árboles devoradores de humanos que llegaban desde diferentes puntos del planeta. A partir de estas y conociendo el procedimiento de extracción de la sangre de drago, pudo dar origen al jubokko. A fin de cuentas, Mizuki vino al mundo noventa años después de que el botánico neerlandés Carl Ludwig Blume llamase «arbusto de espíritu maligno» —Daemonorops— a todo un género (Rumphia, 1838).

De lo que no cabe duda es de que Mizuki era una persona culta, apasionada por el arte, la literatura y el cine de su época. Como buen fan de ficción leyó —o eso se cree— la novela The devil-tree of El Dorado, publicada en 1896 por Frank Aubrey —pseudónimo de Francis Henry Atkins—. En esta obra se relata el descubrimiento de la legendaria ciudad de Manoa, sita en lo alto de la montaña Roraima, en la Guayana Británica, hasta donde llegará una expedición científica con el objeto de catalogar la flora y fauna del lugar, encontrando un árbol carnívoro devorador de hombres en la cima del Roraima. A priori, podría resultar novedoso, pero hay testimonios de Luciano de Samosata (siglo ii d. C.) en los que se describen situaciones similares a la pulp fiction de Aubrey. La más conocida es quizá la leyenda de la planta devoradora de hombres de Madagascar, de la que se escribió lo siguiente:

«Los esbeltos y delicados palpos, con la furia de serpientes hambrientas acariciaron la cabeza de la mujer, y entonces, como si una inteligencia demoníaca se apoderara de ellos, se enrollaron de repente alrededor de su cuello y sus brazos; entonces, mientras [la mujer] chillaba salvajemente, la estranguló, envolviéndola en sus tentáculos, como grandes serpientes verdes, y con una brutal energía y rapidez infernal […] devoraron a su presa».

La leyenda de que la planta devoradora de hombres de Madagascar pudo inspirar la novela del árbol demoníaco de El Dorado y, a su vez, servir de idea para la creación de los jubokko, tiene un comienzo más mundano. En 1878 el biólogo polaco Omelius Fredlowski recibe la carta de un explorador alemán llamado Carl Liche, que estuvo conviviendo durante un período de tiempo indeterminado con la tribu africana de los Mkodos, habitantes de Madagascar. Allí, Liche y su amigo Hendrich conocieron la cultura y tradiciones locales, entre las que se encontraba ofrecer sacrificios humanos a un siniestro árbol que «exudaba un líquido transparente, tan dulce como la miel y altamente tóxico y soporífero». Asimismo, este contaba con «seis tentáculos blancos, finos como juncos y casi transparentes, que se retorcían y enrollaban incesantemente».

La leyenda de que la planta devoradora de hombres de Madagascar pudo inspirar la novela del árbol demoníaco

Estos presuntos hechos dieron lugar a que, durante los años posteriores, numerosos expedicionarios y naturalistas se aventurasen a viajar hasta Madagascar para comprobar lo relatado por Liche en tan aterradora epístola. Así, a principios de 1920, el exgobernador de Michigan Chase, Salomon Osborn, intentó encontrar a los Mkodos y al árbol devorador de humanos sin éxito, pero comprobó que la leyenda estaba muy extendida entre nativos y misioneros. Quien sí da una respuesta más contundente en su libro es Roy P. Mackal, bioquímico y criptozoólogo de la universidad de Chicago. Mackal no encuentra ninguna fuente histórica que acredite la existencia de Carl Liche y hace hincapié en que los rasgos estructurales de ese árbol devorador de hombres no puede ser el resultado de una adaptación evolutiva eficaz. Por consiguiente, concluye que lo más probable es que Liche agrupase en su descripción rasgos que podrían pertenecer a plantas muy diferentes y sin ningún parentesco filogenético entre sí. Desestima la existencia del árbol —al menos en los términos en que fue descrito— y establece que semejante taxón solo es posible si lo crea una imaginación desbordante. No obstante, establece la posibilidad de que exista «una planta carnívora relativamente grande capaz de capturar pájaros u otras criaturas de pequeño tamaño. Todavía quedan grandes extensiones de selva, particularmente en las zonas centro-sur y del sureste de Madagascar, cuya exploración sería de gran interés para la ciencia».

Y efectivamente, en Madagascar existen plantas carnívoras como Nepenthes madagascarensis o Drosera madagascarensis. Eso sí, ninguna es tan grande como para atrapar pequeños vertebrados y ambas están lejos de mostrar trampas tan grandes como Nepenthes rajah, la planta carnívora más grande conocida hasta la fecha —su jarra ronda los treinta y cinco centímetros de diámetro—, endémica de los montes Kinabalu y Tambuyukon, en el Borneo malayo. esta, junto a Nepenthes rafflesiana y N. attenboroughii —cuyo epíteto específico rinde homenaje al célebre naturalista británico David Attenborough—, es una de las tres especies de plantas carnívoras documentadas que capturan mamíferos. Además de pequeñas ratas, N. rajah es capaz de capturar ranas, lagartijas e incluso pequeñas aves, aunque está en discusión si se trata verdaderamente de un recurso o si solo fueron animales enfermos que, casualmente, cayeron en su trampa. Por si fuera poco, las investigaciones se complican debido a que tarseros como el de Horsfield (Cephalopachus bancanus) abren ocasionalmente sus jarras para hacerse con la presa.

Existen muchas más leyendas sobre árboles con comportamientos carnívoros recorriendo el planeta Tierra: el Yateveo en Sudamérica, el árbol diablo en el Amazonas brasileño, el juyjuy en Argentina y Bolivia, el árbol devorador de perros en Nicaragua, el árbol Umdhlebi en Java… Son tantas y tantas las leyendas… Sin embargo, todas ellas comparten un mismo rasgo, presente también en los jubokko de Mizuki: ¿de dónde viene el imaginario de que las plantas devoradoras de humanos tengan tentáculos? Y lo que es aún más sospechoso, ¿por qué todas las leyendas de árboles antropófagos parecen querer resaltar este rasgo? Todos los criptobotánicos parecen coincidir en que los tentáculos podrían ser una exageración de las estructuras glandulares pegajosas presentes en taxones como los rocíos del sol (género Drosera). De hecho, estos «tentáculos» están tan especializados que existen en las hojas glándulas peltadas y sésiles, las primeras son responsables de la secreción de un mucílago dulce con el potencial de atraer y atrapar a las presas. Posteriormente, con la ayuda de las enzimas digestivas —peroxidasas, esterasas, fosfatasas y peptidasas—, degradarán al condenado a muerte. Por su parte, las glándulas sésiles absorben el caldo nutritivo resultante de la digestión de las glándulas peltadas. Como curiosidad, cabe decir que estas segundas pueden estar ausentes en algunas especies, como ocurre en Drosera erythrorhiza.

La peculiar forma en que se enroscan estas estructuras foliares una vez producido el contacto presa-depredador es lo que ha posibilitado que vulgarmente los llamemos «tentáculos». De hecho, la presa no puede escapar de este abrazo y acaba muriendo, bien de cansancio al forcejear para intentar escapar, bien de asfixia —a medida que el mucílago envuelve al insecto, va obstruyendo sus espiráculos respiratorios—. Y en este punto se vuelve a unir la ciencia y la leyenda. ¿Recuerdan el caso del árbol devorador de hombres de Madagascar? Pues verá, en Filipinas y buena parte del sudeste asiático existe una leyenda similar. ¿Su nombre? Duñak. en ambas leyendas los árboles usan tentáculos para atrapar a sus presas.

Obviamente, cualquiera que haya visto plantas del género Drosera sabrá que, de media, no suelen superar el metro de altura. Sin embargo, es probable que ignore que existen especies trepadoras dentro de este género que pueden alcanzar los cuatro metros, como ocurre con D. erythrogyne, taxón que puede llegar a vivir hasta cincuenta años gracias exclusivamente a su carnivoría. De hecho, se ha descrito recientemente que carece de la enzima nitrato reductasa necesaria para utilizar los nitratos procedentes del suelo. Curiosamente, la distribución de D. erythrogyne y otras Drosera trepadoras se circunscribe a la región occidental de Australia y parte del sudeste asiático. Asimismo, existen más de doscientos taxones dentro del género Drosera —sin contabilizar hibridaciones—, lo que aumenta la probabilidad de que esta estrategia de carnivoría se haya establecido en otras regiones del mundo. Por tanto, cabe preguntarse si el origen de todas estas leyendas de plantas antropófagas son fruto de la imaginación de alguien que observó una Drosera trepadora en acción. Al no saber explicar lo que había presenciado, decidió adornarlo con toda una pátina de extraordinaria fabulación que actualmente forma parte del folklore de diferentes naciones. Igual Mizuki llegó a una conclusión similar a la que estoy exponiendo y jamás lo reveló. Chi lo sa? No obstante, esta explicación sigue siendo más plausible que la existencia de espíritus demoníacos con complejo de Drácula que se apoderan de los árboles del bosque, ¿no?

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